Pintura al óleo sobre tabla.
Pintor flamenco del siglo XVIII
Medidas: cm 31,4x23
La escena se desarrolla dentro de una gruta.
San Antonio Abad, sentado a una mesa hecha de una roca, sobre la cual se pueden ver un recipiente de terracota o cobre y un cráneo (símbolo de la caducidad humana), está leyendo un libro.
El Santo es distraído de la lectura por una figura con semblante humano que parece susurrarle algo, indicándole la dirección hacia la cual volver la mirada.
La gruta está poblada por figuras antropomorfas y zoomorfas, animales fantásticos, monstruos pequeños, serpientes, un murciélago, otras aves imaginarias y dos monstruosos pero divertidos animalitos que duellan a caballo de peces voladores.
Figuras que, en un imaginario visionario, representan las tentaciones.
La refinada pintura, fuertemente inspirada e influenciada por las fantásticas y fantasiosas representaciones pictóricas de Hieronimus Bosch (Hertogenbosch, 2 de octubre de 1453 – Hertogenbosch, 9 de agosto de 1516) es seguramente obra de un artista flamenco del siglo XVIII.
La Vida de San Antonio Abad
Antonio nació alrededor del 250 de una acomodada familia de agricultores en el pueblo de Coma, actual Qumans en Egipto. Alrededor de los 18-20 años quedó huérfano de sus padres, con un rico patrimonio que administrar y con una hermana menor que educar.
Atrayendo la enseñanza evangélica «Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes, dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo, luego ven y sígueme», y sobre el ejemplo de algunos anacoretas que vivían en los alrededores de los pueblos egipcios, en oración, pobreza y castidad, Antonio quiso elegir este camino. Vendió pues sus bienes, confió a su hermana a una comunidad de vírgenes y se dedicò a la vida ascética delante de su casa y luego fuera del pueblo.
En busca de un estilo de vida penitente y sin distracción, pidió a Dios que lo iluminara. Vio no muy lejos a un anacoreta como él, que sentado trabajaba entrelazando una cuerda, luego se detenía, se levantaba y oraba; inmediatamente después, volvía a trabajar y de nuevo a orar. Era un ángel de Dios que le indicaba el camino del trabajo y la oración que, dos siglos después, constituiría la base de la regla benedictina «Ora et labora» y del Monacato Occidental.
Parte de su trabajo le servía para procurarse comida y parte la distribuía a los pobres. San Atanasio asevera que oraba continuamente y que estaba tan atento a la lectura de las Escrituras que su memoria sustituía a los libros.
Las tentaciones
Después de algunos años de esta experiencia, en plena juventud, comenzaron para él durísimas pruebas.
Pensamientos obscenos lo atormentaban, lo asaltaban dudas sobre la oportunidad de una vida tan solitaria, no seguida por la masa de los hombres ni por los eclesiásticos. El instinto de la carne y el apego a los bienes materiales, que había tratado de sofocar en esos años, regresaban prepotentes e incontrolables.
Pidió pues ayuda a otros ascetas, que le dijeron que no se asustara, sino que siguiera adelante con confianza, porque Dios estaba con él. Le aconsejaron también que se deshiciera de todos los lazos y de toda posesión material, para retirarse a un lugar más solitario.
Así, cubierto apenas por un rudo paño, Antonio se refugió en una antigua tumba excavada en la roca de una colina, alrededor del pueblo de Coma. Un amigo le traía de vez en cuando un poco de pan; por lo demás, tenía que arreglárselas con frutos del bosque y las hierbas de los campos.
En este lugar, a las primeras tentaciones sucedieron terroríficas visiones y estruendos. Además, atravesó un periodo de terrible oscuridad espiritual: lo superó perseverando en la fe, cumpliendo día tras día la voluntad de Dios, como le habían enseñado sus maestros.
Cuando al final Cristo se le reveló el ermitaño preguntó: «¿Dónde estabas? ¿Por qué no has aparecido desde el principio para hacer cesar mis sufrimientos?». Se oyó responder: “Antonio, yo estaba aquí contigo y asistía a tu lucha”.
Antonio murió ultracentenario en el 356.
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